Dos compañeras de trabajo salen de una reunión comentando algo de lo que acaban de tratar. Al terminar, ya en el pasillo, se separan y cada una tira para un lado. Para despedirse, una le dice a la otra:
—Te veo.
Sigue pasillo adelante y se cruza de frente con alguien que solo ha oído la última frase y que, con cierta guasa, le dice:
—Que sepas que ahora se dice cómic.
El periodista le hace al artista una pregunta que considera sesuda, inteligente:
—¿Qué es el arte?
Y el artista, algo guasón, le responde:
— Helarte es morirte de frío.
El alumno se levanta y pregunta:
—Uve se escribe con uve, ¿verdad, maestro?
Y el maestro, con ganas de hacerle un poco la puñeta e intención de hacerle pensar, le contesta:
—Uve se escribe con ve
Hube se escribe con be
Son tres ejemplos de posibles equívocos causados por lo hablado: te veo y tebeo (ver Cuando los cómics se llamaban tebeos) se pronuncian igual; el arte y helarte, también; uve y hube, lo mismo; ve y be, igualmente.
Ya lo he mencionado en alguna otra ocasión: al escribir y al hablar, enviamos mensajes que creemos claros y sin posibilidad de ser malinterpretados. Pero, en ocasiones, quien nos lee o nos escucha puede interpretarlos de forma distinta. Y si, además, ese ‘quien’ tiene ganas de un poco de diversión ludolingüística, ya está formado el lío.
Al contestar a un correo electrónico, escribe:
—Muy interesante. ¡Hay que ver, no se te pasa una! Por cierto, es “hay que ver” y no “ay que ver”, ¿verdad?”
Y la respuesta que recibe es:
—En realidad es:
Hay que ver
¡Ay! ¿Qué ver?
¡Ah! Y ¿qué ver?
¡Ay! ¡Qué Wert!
[referido al ministro de Educación]
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